La concepción, producción, transmisión y consumo de la música tienen una relación dialéctica con el contexto político, social y económico en el que están inmersas, que las inscribe en relaciones de poder que con frecuencia pasan desapercibidas, de las que muchas veces somos inconscientes, pero que producen y reproducen procesos hegemónicos que contribuyen a estructurar la desigualdad característica de nuestra sociedad.
Las instituciones de educación superior, dado su privilegio y su historia dentro de nuestras sociedades –ligada en muchas de las instituciones más notables con la construcción de proyectos ideológicos de estado y de nación- han contado con la prerrogativa de legitimar la producción de conocimiento –incluido el artístico-, y en esa medida han trazado una distinción fáctica entre prácticas que se valoran como paradigmáticas y otras que se excluyen del sistema de conocimiento.
Debido a esto, la educación superior en música, en su forma generalizada en Latinoamérica, ha servido y sirve para normalizar e interiorizar claves hegemónicas que establecen jerarquías sociales implícitas a partir de la institucionalización de ciertas preferencias musicales en detrimento de otras, y consecuentemente, de ciertas identidades, concepciones y epistemologías específicas, en detrimento de otras. El colonialismo intelectual, como lo denominó Fals Borda, se hace patente en un ámbito académico cuyos discursos de apertura artística e impacto social suelen ir en contravía de prácticas conservadoras y elitistas que replican de manera ensimismada esquemas anacrónicos de carácter eurocéntrico y colonial, con frecuencia por medio del ejercicio de diversas violencias simbólicas.
La inferiorización de concepciones y epistemologías divergentes, propias de expresiones musicales subalternizadas, refuerza la subordinación de éstas y de quienes las producen a la supremacía arbitrariamente arrogada a expresiones musicales específicas, asociadas históricamente a su consumo por parte de una élite principalmente blanca, urbana y pudiente. Ésta, pretendida heredera de la élite intelectual burguesa que durante la Ilustración construyó la categoría de lo “culto” en acuerdo con sus propias prácticas y en contraposición a las prácticas “vulgares” del pueblo, ponen en evidencia el lastre profundamente clasista que caracteriza las concepciones que se han convertido en “sentido común” en torno a la música.
Dado este escueto contexto, puede afirmarse que la importancia de problematizar los saberes musicales institucionalizados y las prácticas académicas actuales en América Latina -a partir de un acercamiento etnográfico-, estriba en poner en tela de juicio un modelo educativo que perpetúa una narrativa que reproduce la hegemonía de unas élites en menoscabo de unos “otros” subalternizados e inferiorizados. Una narrativa en la que una “alta” cultura y -no por coincidencia- una clase “alta” tienen adjudicado un valor superlativo; en la que una música “culta” asociada a capitales sociales y culturales particulares merece un lugar preeminente dentro de las políticas públicas, así como una preferencia para su financiamiento, su fomento, y su estudio como forma paradigmática. Todo esto, mientras que las expresiones vulgares, como las denominó Adorno, siguen inmersas en dinámicas de exclusión, marginación y deslegitimación.