Uruguay suele ser considerado como uno de los países más sólidos respecto a la ampliación de derechos, que muy tempranamente propició la separación entre el Estado y la Iglesia, el acceso a la educación pública gratuita y laica, las políticas de inclusión económica y social en el marco del Estado de bienestar y el sufragio para las mujeres en 1927; acontecimiento que dio un golpe al patriarcado y marcó la diferencia con los demás países de la región, que tardaron varias décadas más. En los últimos años habilitó el matrimonio igualitario, la despenalización del aborto y la legalización de la tenencia y consumo de marihuana. Sin embargo, paradójicamente, el Estado continúa resistiéndose a reconocer a los pueblos originarios, bajo el argumento de que no hay indígenas en dicho país —porque los últimos charrúas se extinguieron en el siglo XIX en la emboscada de Salsipuedes (en 1831) o porque los sobrevivientes a la matanza escaparon hacia Brasil— y que sólo quedarían algunos “descendientes”, cuyos derechos estarían contemplados, junto al resto de los ciudadanos, entre las políticas públicas ligadas a programas sobre biodiversidad y desarrollo productivo rural.
Tras su conformación en 2005, el Consejo de la Nación Charrúa (CONACHA) ha realizado sistemáticamente reclamos para lograr la ratificación del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, que fueron planteados ante la Organización de Naciones Unidas —particularmente en el Grupo de Trabajo del Examen Periódico Universal (EPU) en 2009, 2014 y 2019, y en distintas instancias del Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial (CERD)—. Frente a las recomendaciones de la ONU, el Estado respondió que “no hace evidente su implementación conforme la realidad del Uruguay” explicitando que sólo reconoce “población que se autoidentifica como de ascendencia indígena”. En el marco de reflexiones sobre etnografía colaborativa y autoetnografía, vinculadas con los procesos de reemergencia y resurgimiento indígena iniciados hace más de tres décadas en Uruguay, analizaremos las consecuencias de los dispositivos de blanqueamiento —normatizados por el colonialismo de colonos (o colonialismo de pioneros)— sobre las políticas de reconocimiento y sobre las políticas de la memoria, en un contexto donde las memorias charrúas (subterráneas y silenciadas) cobran densidad. A partir de un corpus integrado por las demandas indígenas, las interpelaciones de los relatores de la ONU y las justificaciones ofrecidas por el Estado, nos preguntamos ¿por qué dichas demandas son consideradas como una amenaza y resultan intolerables para las distintas gestiones de gobierno? ¿Cómo incide a nivel local la presión internacional de los organismos multilaterales?